Corría por entre piedras, hoyos y deformaciones del terreno.
Soportaba la llama de una vela por espacio de una treintena de minutos, sin sufrir daño alguno.
Mantenía abiertos los ojos, sin pestañar y sin que estos lacrimaran.
Aumentaba de peso corporal y a veces, sangraba profundamente.
Así eran los éxtasis que vivía Miguel Angel Poblete en las alturas de Peñablanca.
El muchacho, yendo de camino o estando de pie, repentinamente, percibía algún signo de luz, escuchaba , sentía algo que lo hacía levantar el rostro y mirar hacia el cielo. Frecuentemente caía de golpe, arrodillado. Serio o sonriente, cambiaba su rostro. Saludaba, oraba y hablaba. Transmitía un mensaje. Pedía que los presenten alabaran a Dios, y se dieran el saludo de la paz.
En ciertas oportunidades cambiaba su timbre escuchándosele una voz femenina que habla en primera persona diciendo frases como: Hijitos míos, Yo soy La Inmaculada Concepción… Otras veces se le oía en tono varonil y grave diciendo ¿No saben, hijitos míos, que he muerto por ustedes y estoy con ustedes?
La mayoría de las veces que el muchacho hablaba, daba la impresión de que estaba muy atento y transmitía un dictado, sin apresuramiento.
Frecuentemente se ponía de pie y comenzaba a caminar, siempre en éxtasis. Iba a algún sitio, recorriendo entre la gente. Corría, marcha para atrás siempre mirando al cielo. Jamás tropezaba, mientras si les sucedía a quienes iban a su lado. Se detenía, curvaba la espalda hacia atrás como lo haría un gimnasta . “Eso era imposible, debido a una lesión a la columna sufrida a los 14 años de edad.” dijo un médico ante una consulta periodística.